Todavía no queda el silencio.

«Concierto de Piano nº1, 2ndo movimiento [Chaikovski]» – Van Cliburn, 1962

¿Lo sabes? Todo es difícil. Difícil es el amor.
Más difícil su ausencia. Más difícil su presencia o estancia.
Todo es difícil…Parece fácil y qué difícil es
repasar el cabello de nuestra amada con estas manos
materiales que lo estrujan y obtienen.
Difícil, poner en su boca carnosa el beso estrellado que
nunca se apura.
Difícil, mirar los hondos ojos donde boga la vida,
y allí navegar, y allí remar, y allí esforzarse,
y allí acaso hundirse sintiendo la palpitación en la boca, el
hálito en esta boca
donde la última precipitación diera un nombre o la vida.

Todo es difícil. El silencio. La majestad. El coraje:
el supremo valor de la vida continua.
Este saber que cada minuto sigue a cada minuto,
y así hasta lo eterno.
Difícil, no creer en la muerte; porque nadie cree en la
muerte.
Hablamos de que morimos, pero no lo creemos.
Vemos muertos, pisamos
muertos: separamos
los muertos. ¡Sí, nosotros vivimos!
Muchas veces he visto
esas hormigas, las bestezuelas tenaces viviendo,
y he visto una gran bota caer y salvarse muy pocas.
Y he visto y he contado las que seguían, y su divina
indiferencia,
y las he mirado apartar a las muertas y seguir afanosas,
y he comprendido que separaban a sus muertos como
a las demás sobrevenidas piedrecillas del campo.

Y así los hombre cuando ven a sus muertos
y los entierran, y sin conocer a los muertos viven, aman,
se obstinan.

Todo es difícil. El amor. La sonrisa. Los besos de los
inocentes que se enlazan y funden.
Los cuerpos, los ascendimientos del amor, los castigos.
Las flores sobre su pelo. Su luto otros días.
El llanto que a veces sacude sus hombros. Su risa o su
pena.
Todo: desde la cintura hasta su fe en la divinidad;
desde su compasión hasta esa gran mano enorme y exten-
sa donde los dos nos amamos.

Ah, rayo súbito y detenido que arriba no veo.
Luz difícil que ignoro, mientras ciego te escucho.

A ti, amada mía difícil que cruelmente, verdaderamente
me apartarás con seguridad del camino
cuando yo haya caído en los bordes, y en verdad no lo
sepas.
«Difícil» – Vicente Aleixandre («Historia del corazón[1945-1953],1954)

Decir «duda» resultaría abstracto.

Ryan McGinley
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«She talks to rainbows» – Ronnie Spector (EP,1999)

I
¿Para quién escribo?, me preguntaba el cronista, el
pereodista o simplemente el curioso.

No escribo para el señor de la estirada chaqueta, ni para su
bigote enfadado, ni siquiera para su alzado índice
admonitorio entre las tristes ondas de música.

Tampoco para el carruaje, ni para su ocultada señora
(entre vidrios, como un rayo frío, el brillo de los
impertinentes).

Escribo acaso para los que no me leen. Esa mujer que
corre por la calle como si fuera a abrir las puertas a la
aurora.

O ese viejo que se aduerme en el banco de esa plaza
chiquita, mientras el sol poniente con amor le toma, le
rodea y le deslíe suavemente en sus luces.

Para todos los que no me leen, los que no se cuidan de mí,
pero de mí se cuidan (aunque me ignoren).

Esa niña que al pasar mira, compañera de mi aventura,
viviendo en el mundo.

Y esa vieja que sentada a su puerta ha visto vida, partidora
de muchas vidas, y manos cansadas.

Escribo para el enamorado; para el que pasó con su
angustia en los ojos; para el que le oyó; para el que al
pasar no miró; para el que finalmente cayó cuando
preguntó y no le oyeron.

Para todos escribo. Para los que no me leen sobre todo
escribo. Uno a uno, y la muchedumbre. Y para los
pechos y para las bocas y para los oídos donde, sin
oírme,
está mi palabra.

II
Pero escribo también para el asesino. Para el que con los
ojos cerrados se arrojó sobre un pecho y comió muerte
y se alimentó, y se levantó enloquecido.

Para el que se irguió como torre de indignació, y se
desplomó sobre el mundo.

Y para las mujeres muertas y para los niños muertos,
y para los hombres agonizantes.

Y para el que sigilosamente abrió las llaves del gas y la
ciudad entera pereció, y amaneció un montón de
cadáveres.

Y para la muchacha inocente, con su sonrisa, su corazón,
su tierna medalla, y por alli pasó un ejercito de
depredadores.

Y para el ejército de depredadores, que en una galopada
final fue a hundirse en las aguas.

Y para esas aguas, para el mar infinito.

Oh, no para el infinito. Para el finito mar, con su
limitación casi humana, como un pecho vivido.

(Un niño ahora entra, un niño se baña, y el mar, el
corazón del mar, está en ese pulso.)

Y para la mirada final, para la limitadísima Mirada Final,
en cuyo seno alguien duerme.

Todos duermen. El asesino y el injusticiado, el regulador
y el naciente, el finado y el húmedo, el seco de voluntad
y el híspido como torre.

Para el amenazador y el amenazado, para el bueno y el
triste, para la voz sin materia
y para toda la materia del mundo.

Para ti, hombre sin deificación que, sin quererla mirar,
estás leyendo estas letras.

Para ti y todo lo que en ti vive,
yo estoy escribiendo.
«Para quién escribo» – Vicente Aleixandre (De un vasto dominio 1958-1962, 1962)

Cuando los camaleones se vuelven daltónicos.

«Jack Lemmon & Harold Lloyd» – Leo Fuchs, 1964

«El mundo está bien hecho»

Perdidamente enamorada la mujer del sombrero enorme, caía torrencialmente en forma de pirata que viene a sacudir todos los árboles, a elevar hacia el cielo las raíces desengañadas que no sonríen ya con sus dientes de esmeralda. ¿Qué esperaba? Tras la lluvia el corazón se apacigua, empieza a cantar y sabe reír para que los pájaros se detengan a decir su recado misterioso. Pero la prisa por florecer, este afán por mostrar los oídos de nácar como un mimo infantil, como una caricia sin las gasas, suele malograr el color de los ojos cuando sueñan. ¿Por qué aspiras tú, tú, y tú también, tú , la que ríes con tu turbante en el tobillo, levantando la fábula del metal sonorísimo; tú, que muestras tu espalda sin temor a las risas de las paredes? Si saliéramos, si nos perdiéramos en el bosque, encontraríamos la luna cambiando, ajustando a la noche su corona abolida, prometiéndole una quietud como un gran beso. Pero los árboles se curvan, pesan, vacilan y no me dejan fingir que mi cabeza es más liviana que nunca, que mi frente es un arco por el que puede pasar nuestro destino. ¡Vamos pronto! ¡Avivemos el paso! ¿No ves que, si te retrasas, las conchas de la orilla, los caracoles y los cuentos cansados abrirán su vacilación nacarina para entonar su vaticinio subyugante? Corramos, antes que los telones se desplieguen. Antes que los pelos del lobo, que el hocico de la madriguera, que los arbustos de la catarata se ericen y se detengan en su caída. Antes que los ojos de este subuselo se abran de repente y te pregunten. Corramos hacia el espanto.

Pero no puedes. Te sientas. Vacilas pensando que los pinchos no existen más que para bisbisear su ensueño, para acariciarte tus extremos. Tus uñas no son hierro, ni cemento, ni cera, ni catedrales de pórfido para niños maravillados. No las besarán las auroras para mirarse las mejillas, ni los ríos cantarán la canción de las guzlas, mientras tú extiendes tu brazo hacia el ocaso, hasta tocar, tamborilear la mañana reflejada. Entonces, vámonos. Me urge. Me ansía. Me llama la realidad de tu panoplia, de las cuatro armas de fuego y de luna que me aguardan tras de los valles romancescos, tras de ti, sombrío desenvolvimiento en espiral. Por eso tú llevas una cruz violeta en el pecho, una cruz que dice: «Este camino es verde como el astro más reciente, este que está naciendo en el ojo que lo mira.» La cruz toca tu seno, pero no se hiere; llega a las palmas de tus manos, pero no desfallece; sube hasta la sinrazón de las luces, hasta la gratuidad de su nimbo donde las flechas se deshacen.

Si hemos llegado ya, estarás contemplando cómo la pared de cal se ha convertido en lava, en sirena instantánea de «Dime, dime para que te responda»; de «Ámame para que te enseñe»; de «Súmete y aprenderás a dar luz en forma de luna», en forma de silencio que bese la estepa del gran sueño. «Ámame», chillan los grillos. «Ámame», claman los cactos sin sus vainas. «Muere, muere», musita la fría, la gran serpiente larga que se asoma por el ojo divino y encuentra que el mundo está bien hecho.
«El mundo está bien hecho» – Vicente Aleixandre ( Pasión de la tierra,1928-1929)

Cuestión de perspectiva


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«My sweet and tender beast» («Мой ласковый и нежный зверь», 1978) – Emil Loteanu (Эмиль Лотяну)
Compositor: Eugene Doga (Евгений Дога) – «Vals»


«El Vals»

Eres hermosa como la piedra,
oh difunta;
Oh viva, oh viva, eres dichosa como la nave.
Esta orquesta que agita
mis cuidados como una negligencia,
como un elegante bendecir de buen tono,
ignora el vello de los pubis,
ignora la risa que sale del esternón como una gran batuta.

Unas olas de afrecho,
un poco de serrín en los ojos,
o si acaso en las sienes,
o acaso adornando las cabelleras;
unas faldas largas hechas de colas de cocodrilos;
unas lenguas o unas sonrisas hechas con caparazones de cangrejos.
Todo lo que está suficientemente visto
no puede sorprender a nadie.

Las damas aguardan su momento sentadas sobre una lágrima,
disimulando la humedad a fuerza de abanico insistente.
Y los caballeros abandonados de sus traseros
quieren atraer todas las miradas a la fuerza hacia sus bigotes.

Pero el vals ha llegado.
Es una playa sin ondas,
es un entrechocar de conchas, de tacones, de espumas o de dentaduras postizas.
Es todo lo revuelto que arriba.

Pechos exuberantes en bandeja en los brazos,
dulces tartas caídas sobre los hombros llorosos,
una languidez que revierte,
un beso sorprendido en el instante que se hacía «cabello de ángel»,
un dulce «sí» de cristal pintado de verde.

Un polvillo de azúcar sobre las frentes
da una blancura cándida a las palabras limadas,
y las manos se acortan más redondeadas que nunca,
mientras fruncen los vestidos hechos de esparto querido.

Las cabezas son nubes, la música es una larga goma,
las colas de plomo casi vuelan, y el estrépito
se ha convertido en los corazones en oleadas de sangre,
en un licor, si blanco, que sabe a memoria o a cita.

Adiós, adiós, esmeralda, amatista o misterio;
adiós, como una bola enorme ha llegado el instante,
el preciso momento de la desnudez cabeza abajo,
cuando los vellos van a pinchar los labios obscenos que saben.
Es el instante, el momento de decir la palabra que estalla,
el momento en que los vestidos se convertirán en aves,
las ventanas en gritos,
las luces en ¡socorro!
y ese beso que estaba (en el rincón) entre dos bocas
se convertirá en una espina
que dispensará la muerte diciendo:
Yo os amo.

«El vals» – Vicente Aleixandre.