One of these mornings

En la tumba geométrica que habita
siempre sobra luz.
Se intentan ensayar soluciones prácticas
al cementerio de lenguas
que duerme en la mesita de noche.
Pero se cansa aquí, suave,
se hace ovillo en el corte de la cama
e intenta recordar en qué parte
de la caja torácica guarda el cerebro.
Hay demasiado día atravesando
el hormigón de las cortinas
y es innecesario ridiculizarse
viendo que las motas de polvo a contraluz
jamás se harán estalactitas.
Recuerda, atraviésate desde fuera,
suspendida encima de la placa de hielo
en la que yace tu cuerpo dormido,
recuerda: por dónde empezaste
el derrumbe.

Sinónimos en repetición

» los clientes ven pasar a la dueña, casi sin mirarla ya, mientras piensan, vagamente, en este mundo que ay!, no fue todo lo que pudo haber sido, en ese mundo en el que todo ha ido fallando poco a poco, sin que nadie se lo explicase, a lo mejor por una minucia insignificante. «
 CAMILO JOSE CELA

 Hablas ahora, desde luego frágil y transparente,
 del momento justo,
 de lo que se extiende por encima del miedo mientras
 el miedo es un árbol tercamente agachado.
 No te planteas si es luz o noche,
 si mañana la ratio de tu pánico
 abarcará el horizonte.
 Estás.
Y no hay espanto que valga,
 aunque se transforme en ocho líneas dormidas
 alrededor de tu cabeza
 y sólo deje cristal desgarrado
 en los ojos.

Branquias vistos desde el pulmón.



La bicicleta superaba las tres de la madrugada mientras ella pensaba en el cansancio. La palabra era una ola tosca y estúpida que iba cogiendo revoluciones con cada vuelta que daban las ruedas de su bici. A las tres de la madrugada no hay ciudad: los carteles están perfectamente cuadriculados, se ven encajados en el paisaje y a falta de personas todo parece en orden. De ahí que ella se sentía fuera de lugar, hasta el suave ruido que hacía la goma de frenos al rozarse con los neumáticos producía un estruendo casi agotador.
   Hacía un cuarto de hora que algo se había roto, mejor dicho, desenganchado. La fiable maquinaria de la depresión estaba cediendo. Ya no había a qué agarrarse ni por qué llorar. Es curioso hasta qué punto pueden salvarnos las depresiones: roen la parte del cerebro que más desea rebelarse y morir y por eso sobrevivimos. Obviamente a las tres de la madrugada, con el camión de la basura entonando su queja nocturna ella no podía pensar en todo eso, sólo pensaba en que quedaba un colgajo, una pieza que nadaba en libertad por todo su cuerpo y ya no había forma de pararla.
   Al frenar en un semáforo por un momento se imaginó qué ocurriría si ese mismo camión de la basura que se había parado en el Stop a unos cincuenta metros de ella decidiera arrancar. Pensó en la bici doblada y en el crujido.
    Al llegar a casa la esperaba la misma cama pequeña que tenía la manía de ir resbalándose hacia delante cada vez que ella se sentaba en ella apoyada en el cabecero para leer o comer; y un programa de tarot en la tele en el que un señor argentino con las manos temblorosas acababa de recibir una llamada de un hombre de cincuenta y pico años preocupado porque tenía los testículos de diferente tamaño. El presentador hizo un gesto de tijera con la mano y el hombre desapareció al otro lado del teléfono. La noche acababa de empezar.

Resumen de la falla.

Anastasia K.


Se acercó y fue a instalarse donde me tapaba toda la luz.
—Oye —le dije—, desde que has entrado he leído la misma frase veinte

veces.
Otro cualquiera hubiera pescado al vuelo la indirecta. Pero él no. —¿Crees que te obligarán a pagarlos? —dijo.

—No lo sé y además no me importa. ¿Por qué no te sientas un poquito, Ackley, tesoro? Me estás tapando la luz.
No le gustaba que le llamara «tesoro». Siempre me estaba diciendo que yo era un crío porque tenía dieciséis y él dieciocho.
Siguió de pie. Era de esos tíos que le oyen a uno como quien oye llover. Al final hacía lo que le decías, pero bastaba que se lo dijeras para que tardara mucho más en hacerlo.
—¿Qué demonios estás leyendo? —dijo.
—Un libro.
Lo echó hacia atrás con la mano para ver el título.
—¿Es bueno? —dijo.
—Esta frase que estoy leyendo es formidable.



«El guardián entre el centeno» – J.D. Salinger,1951

Firma sin nombre

Lo he vuelto a hacer.
He puesto mi piel sobre la acera
un día como el de cualquier julio,
la he envuelto de calor y de polvo
y todavía no he parpadeado.
He observado las gotas de sudor
caer sobre el corazón de los hombres
y las he llenado de luz justa
para que parezcan agua.
Todos los perfiles siempre son
el mismo perfil que corre
esquivando extremidades inútiles.
En vez de mirarlos a ellos
he puesto mi piel sobre la acera
como el pago por la mercancía
y he vuelto
a recordar que tengo un nombre
y que no se rinde.