A ver quién reflexiona ahora.

Bertrand Russell con los estudiantes de Princeton, 1944

Escena Muda
El ALCALDE está en el centro, como una columna, con las manos tendidas y abiertas y la cabeza echada hacia atrás. A la derecha, están su esposa y su hija, con todo el cuerpo tendido hacia él; detrás de ellas, el JEFE DE CORREOS, convertido en un signo de interrogación, dirigido hacia el público; detrás de él, LUKA LÚKICH, que se ha perdido en la forma más inocente del mundo; detrás de él, en el extremo mismo de la escena, tres de las damas visitantes están arrimadas la una a la otra con la más satírica de las expresiones en el rostro, aludiendo directamente a la familia del ALCALDE. A la izquierda del ALCALDE están: ZEMLIANIKA, con la cabeza un poco inclinada a un costado, como escuchando algo; detrás de él, el JUEZ, con las brazos muy separados, casi en cuclillas y con los labios contraídos en tal  forma como si quisiera silbar o exclamar: «¡Ya nos llegó el Juicio Final!» Detrás de él está KOROBKIN, quien se dirige a los espectadores con el ojo entornado y aludiendo sardónicamente al ALCALDE; más atrás, en el extremo del escenario, DÓBCHINSKY y BÓBCHINSKY, con los brazos tendidos el uno hacia el otro, boquiabiertos y con los ojos fuera de las órbitas. Los demás visitantes, simplemente, han quedado reducidos a meras columnas. Durante cerca de medio minuto, el grupo petrificado se mantiene en esa actitud.
Baja el telón.
«El inspector» – Nikolái Gógol, 1836

Mientras tema, no pensaré.


«Pasajeros en la estación de tren de Chicago» -Stanley Kubrick, 1949

En realidad, ¿cuánto transcurrió? Hoy en día no soy capaz de calcular la duración de aquellos sucesos. La única medida de que dispongo es esta: estoy segura de que no pudo pasar tanto tiempo como yo creí en aquellos momentos. La terraza y el espacio circundante, el césped y el jadín que se extendía más allá, todo lo que alcanzaba ver del parque, todo, absolutamente todo, estaba vacío, sumido en una extraña soledad. Había árboles y arbustos, pero recuerdo haber sentido la completa certeza de que no se encontraba escondido tras ninguno de ellos. O estaba allí, o no estaba; y si no lo veía es que no estaba. Me aferré a aquel razonamiento; y entonces, instintivamente, en lugar de volver por donde había venido, fui hacia la ventana. Tenía la confusa intuición de que debía colocarme en el mismo lugar en el que él se había situado, y así lo hice. Apoyé mi rostro en el cristal y miré, como había mirado él, hacia el interior. Entonces, como para darme la oportunidad de reconstruir la situación, la señora Grose entró en el comedor procedente del vestíbulo, igual que yo lo había hecho antes. Así tuve una visión repetida de lo que había ocurrido. Ella me vio, como yo había visto antes a nuestro visitante; se paró en seco, como yo había hecho; creo que en parte le transmití el sobresalto que yo misma había sentido. Se puso blanca, y eso me hizo preguntarme si yo también habría palidecido antes del mismo modo. Se quedó mirándome, en suma, y luego se retiró por el mismo sitio por donde yo lo había hecho, y supe que iba a recorrer el mismo camino que yo y que pronto la tendría ante mí. Permanecí donde estaba mientras me asaltaban toda clase de pensamientos. Pero sólo dispongo de espacio para mencionar uno de ellos. Me pregunté, asombrada, por qué también ella se había asustado.
«Otra vuelta de tuerca [The Turn of the Screw]» – Henry James, 1898
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«Ballada nº4 de Chopin» – Arthur Rubinstein

Detrás de las cortinas, después de las doce.

«Me acuerdo de cómo el viejo dejaba las flores sobre su ataúd y miraba con desesperación su delgado rostro sin vida, su sonrisa muerta, sus manos, en cruz sobre el pecho. Lloraba sobre su cadáver como si fuera el de su propia hija. Natalia, yo, todos intentabamos consolarlo pero él no tenía consuelo y enfermó gravemente después del entierro de Nelly.
Anna Andréievna me entregó el escapulario que tenía colgado del cuello. Dentro estaba la carta que la madre de Nelly le escribió al duque. La leí el día que murió Nelly. Se dirigía al duque maldiciéndolo, le decía que no puede perdonarlo, hablaba de su vida, los horrores con los que dejaba a Nelly y le suplicaba hacer algo por la niña. «Es suya – decía – es hija suya, y usted sabe de sobra que es su hija de verdad. Le he dicho que vaya a verlo cuando yo muera y le enseñe la carta. Si no rechaza a Nelly, puede que allá le perdone y el día del juicio final yo misma me arrodille delante del señor para rogarle el perdón por todos sus pecados. Nelly sabe el contenido de la carta; se la leí yo misma, se lo he explicado todo, lo sabe todo, todo…»
Pero Nelly no cumplió su promesa: lo sabía todo pero nunca fue a ver al duque y murió lejos de la paz.
Cuando regresamos del entierro de Nelly, Natalia y yo salimos al jardin. Era un día caluroso, lleno de luz. Dentro de una semana se irían. Natalia me dirigió una larga y extraña mirada.
Vania, -dijo- Vania, todo esto ha sido un sueño!
¿Qué ha sido un sueño? – pregunté.
Todo, todo -dijo ella- todo este año. Vania, ¿para qué he destrozado tu felicidad?
Y en su mirada pude leer: 
«Podríamos haber sido felices eternamente!» 

«Humillados y ofendidos [Униженные и оскорбленные]» – Fiódor Dostoievski, 1861 Traducción Anastasia K.

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«Let Down» – Radiohead (OK Computer, 1997)

A dos fobias de distancia.

Sharon Stone y Robert De Niro (El Casino) – Martin Scorsese,1995

«Aquí va -tan cerca de la cita textual como permitía la estupefacción- la historia que contó Schwartz acerca de cómo conoció al senor Russ Hampshire, jefe de VCA Inc., que es lo que Scotty denomina «un pez muy gordo: así de gordo, a ver si me entiendes» en la industria del cine para dultos:

– Pues estoy yo en esa fiesta, yendo por ahí y camelándome a las chicas y al otro lado de la sala veo a Russ Hampshire y Russ me mira a los ojos, a ver si me entiendes, y me dice, ya sabes: «Eh, chaval, ven aquí», así que voy con él y joder, es el puto Russ Hampshire en persona, ya me entiendes, y yo voy para donde él está y Russ se me acerca y dice: «Scotty, te he estado observando. Me gusta tu estilo. A mí se me da bien juzgar a la gente,y, Scotty, tú eres buena gente. Nunca he oído a nadie decir nada malo de ti.» [Recuerden ustedes que es Scotty el que cuenta esta historia. Fíjense en cómo cita textualmente el diálogo de Hampshire. Fíjense en el cambio de timbre y en la reprodución perfectamente oportuna. Fíjense en el hecho de que a Schwartz no se le ocurre ni por un momento que a un ciudadano americano normal le pueda aburrir o repeler el que él se explaye durante un buen rato en los elogios que le ha prodigado otra persona. Schwartz solamente sabe que esa conversación tuvo lugar y que significa que un pez gordo lo aprueba y que redunda en beneficio del crédito de Scotty el que él quiera que lo sepa todo, todo el mundo.] «Chaval, solamente quiero decirte que me caes bien, joder, y que si hay algo que yo pueda hacer, ya sabes, para ayudarte, lo que sea, solo tienes que decírmelo.»

…Fin de la viñeta, y ahora Scotty- igual que Max, igual que Jasmin, igual que Jenna y Randy y Tom y Caressa- mira a todos los presentes y examina las caras de sus oyentes en busca de la admiración que tiene que aparecer por fuerza. ¿Cuál es la reacción socialmente apropiada a una anécdota como esta: una anécdota sin contexto, a cuento de nada, con su propósito arrogantemente carente de sutileza (y sin embargo, algo conmovedor, en última instancia, por su desnuda inseguridad) de hacer que uno admire al que cuenta? Los segundos que siguieron a la misma, con la viñeta suspedida en el aire y la mirada de Scotty palpando las caras de estos enviados especiales como si fueran dedos, fueron los primeros de una infinidad de momentos parecidos a lo largo del fin de semana de los Premios de AVN. ¿Cómo se supone que hay que reaccionar? Fue muy incómodo. Uno de estos enviados especiales optó por un «Uau.Caray». El otro fingió que se le había atragantado una col de Bruselas.»
«Hablemos de langostas» – David Foster Wallace, 2007

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«Letterbomb» – Green Day (American Idiot,2004)

Malas costumbres desde el balcón.

Emil Michel Cioran

No puede saberse lo que un hombre debe perder por tener el valor de pisotear todas las convenciones, no puede saberse lo que Diógenes ha perdido por llegar a ser el hombre que se lo permite todo, que ha traducido en actos sus pensamientos más íntimos con una insolencia sobrenatural como lo haría un dios del conocimiento, a la vez libidinoso y puro. Nadie fue más franco; caso límite de sinceridad y lucidez al mismo tiempo que ejemplo de lo que podríamos llegar a ser si la educación y la hipocresía no refrenasen nuestros deseos y nuestros gestos.

«Un día un hombre le hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: «Sobre todo no escupas en el suelo». Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lanzó el lapo a la cara, gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para poder hacerlo.» (Diógenes Laercio). ¿Quién, después de haber sido recibido por un rico, no ha lamentado no disponer de océanos de saliva para verterlos sobre todos los propietarios de la tierra? Y, ¿quién no ha vuelto a tragarse su pequeño escupitinajo por miedo a lanzarlo a la cara de un ladrón respetado y barrigón?

Somos todos ridículamente prudentes y tímidos: el cinismo no se aprende en la escuela. El orgullo, tampoco.
Emil Michel Cioran

Mientras no estoy.

«Al principio, allí incomunicado, me sentía muy solo y las horas se hacían eternas. El tiempo estaba marcado por el cambio de guardia y por el paso del día a la noche. El día no era más que un poco de luz, pero era mejor que la total oscuridad nocturna. Allí incomunicado, el día era un residuo, una miserable filtración del resplandeciente mundo exterior.
Nunca había suficiente luz para leer. Y además, no había nada que leer. Uno sólo podía permanecer tumbado y pensar. Yo era un condenado a cadena perpetua, y parecía seguro que, de no ocurrir un milagro, por ejemplo que lograra inventar de la nada diecisiete kilos de dinamita, pasaría el resto de mi vida sumido en aquel oscuro silencio.
Mi cama era una delgada superficie de paja podrida extendida sobre el suelo de la celda. Me cubría con una manta raída y asquerosa. No había silla, ni mesa, sólo la paja y la delgada manta. Yo siempre había sido un hombre muy poco dormilón y de mente continuamente activa. Allí incomunicado, uno acaba harto de sus propio pensamientos y la única vía de escape es el sueño. Durante muchos años había dormido una media de cinco horas diarias. Allí eduqué mi sueño. Hice de él una ciencia. Conseguí ser capaz de dormir diez horas, después doce y, finalmente, casi trece y quince horas de las veinticuatro diarias. Pero de ahí no logré pasar, y estaba forzado a permanecer despierto y a pensar. Y esto, en un hombre de mente continuamente activa, produce locura.
Inventé pasatiempos para soportar mecánicamente las horas de vigilia. Elevé al cuadrado y al cubo largas series de números y, ejercitando la concentración y la voluntad, llevé a cabo progresiones geométricas asombrosas. Incluso dediqué algún tiempo a la cuadratura del círculo…hasta que me encontré a mí mismo empezando a creer que podría lograrlo. Cuando me di cuenta de que también aquello me conducía a la locura, renuncié para siempre a la cuadratura del círculo, aunque le aseguro que supuso un enorme sacrificio por mi parte, pues era un pasatiempo espléndido.
Con los ojos cerrados, imaginaba tableros de ajedrez y jugaba largas partidas de uno y otro lado hasta el jaque mate. Pero cuando me había convertido en un experto en este juego de memoria visual, el ejercicio terminó aburriéndome. Y de un simple ejercicio se trataba, pues no podía haber competición real cuando era un solo hombre quie jugaba en ambos bandos. En vano intenté desdoblar mi personalidad y enfrentar la una a la otra, pero seguía siendo un solo jugador y no había manera de desplegar ninguna estrategia sin que el otro bando se diera cuenta al instante.

Brassaï

El tiempo era pesado e interminable. Jugaba con las moscas, con moscas de la prisión que entraban en mi celda como entraba la débil luz grisácea, y al poco me di cuenta de que tenían cierta habilidad para los juegos. Por ejemplo, tumbado sobre el suelo de la celda, establecía una línea arbitraria e imaginaria a lo largo del muro, a unos tres pies de altura. Si al posarse las moscas en el muro lo hacían por encima de la línea, las dejaba en paz. Pero en el momento en que traspasaban la línea, intentaba atraparlas. Ponía mucho cuidado en no lastimarlas, y con el tiempo aprendieron por dónde corría la línea imaginaria. Si querían jugar se dejaban caer por debajo de la línea, y a menudo una de ellas se enfrascaba en el juego durante horas. Cuando se cansaban, se pasaban a la zona segura a descansar.
De las doce o más moscas que vivían conmigo, sólo había una que nunca se interesó en el juego. Se negaba a tomar parte en él, y una vez que aprendió dónde estaba la línea, evitaba cuidadosamente alejarse de la zona segura. Aquella mosca era una criatura hosca y malhumorada. Como dicen los presos, “tenía algo contra el resto del mundo”. Tampoco jugaba con las demás moscas. Además, era una mosca fuerte y saludable; lo sé porque la estuve estudiando con detenimiento. Su rechazo hacia el juego era temperamental, no físico.
Créame, conocía a todas mis moscas. Me sorprendía la cantidad de diferencias que observaba entre ellas. Sí, cada una era un individuo diferente, tanto por su tamaño y rasgos, su fuerza, la velocidad de su vuelo, su actitud en la lucha y el juego, su astucia y rapidez, como por los giros o los regates súbitos, el modo en que atravesaban la línea de peligro y volvían rápidamente a la zona segura, la forma de esquivarme y desaparecer para aparecer de nuevo repentinamente… Y encontraba otras tantas diferencias en cada recoveco de su temperamento y su forma de ser. Conocía a las nerviosas y a las flemáticas. Había una, más pequeña que las demás, que solía enfurecerse muchísimo, a veces conmigo y otras veces con sus compañeras. ¿Ha visto alguna vez a un potro o a un becerro cocear y salir corriendo por los pastos, movido simplemente por un exceso de vitalidad y alegría? Pues bien, había una mosca, la más entusiasta jugadora de todas ellas, que cuando atravesaba tres o cuatro veces la línea de peligro y lograba eludir la cuidadosa acometida de mi mano, se emocionaba y se alegraba tanto que se lanzaba alrededor de mi cabeza sin parar, a una velocidad vertiginosa, girando y cambiando de sentido, permaneciendo siempre dentro de los estrechos límites del círculo con el que celebraba su triunfo.
Y, por supuesto, podía adivinar con cierta antelación cuándo una de aquellas moscas estaba decidiéndose a empezar a jugar. Aprendí a distinguir cientos de detalles con los que no le aburriré ahora, aunque entonces, durante aquellos primeros días en la celda de castigo, sirvieran para evitar que cayera en el más absoluto aburrimiento. Pero permítame contarle un episodio. Uno de los momentos más memorables fue cuando la mosca huraña, la que nunca jugaba, apareció, seguramente por descuido, dentro de la zona prohibida, y al instante la atrapé con la mano. Estuvo enfadada durante una hora.»
«El vagabundo de las estrellas» – Jack London, 1915

Seguro que a veces sueñas.

II

Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.

Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.
«El herido» – Miguel Hernández (El hombre acecha,1938-39)

Miguel Hernández y su mujer, Josefina Manresa

«Corría sin parar y no podía abrir ninguna de las puertas mientras él le apuntaba con su arma, su rostro lleno de sangre decía palabras sin sentido, y a diferencia de lo que se podría pensar, no estaba nerviosa, sabía que ese momento iba a llegar; le miró a los ojos mientras él avanzaba lentamente; tiró su arma al suelo y cogió la mano de Alba acercándola hacia su frente e introduciéndola en un agujero de bala sangrante, después la oscuridad.
Sudando despertó alterada; no era la primera vez que tenía esa clase de sueños, hacía años cuando comenzó con su odisea personal, las noches las pasaba en vela intentando calmar su conciencia con las frases que había escuchado sobre aquellos a los que la gente llamaba héroes. Habían pasado dos años de aquello y cada día que pasaba era motivo de alegría porque el final estaba más cerca.»
«Libertaria» – Raquel Antón Ruiz (Dissonàncies,2010)

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«Para la libertad» – Joan Manual Serrat (Miguel Hernández, 1972)

Camaleónica. No siempre.

«Some like it hot (Con faldas y a lo loco)», Tony Curtis y Jack Lemmon – Billy Wilder, 1959

Act 2 Scene 3
Open contryside near Gloucester’s castle.

Enter EDGAR

EDGAR:
I heard myself proclaimed,
And by the happy hollow of a tree
Escaped the hunt. No port is free, no place
That guard and most unusual vigilance
Does not attend my taking. Whiles I may ‘scape
I will preserve myself, and am bethought
To take the basest and most poorest shape
That ever penury in contempt of man
Brought near to beast. My face I’ll grime with filt
Blanket my loins, elf all my hairs in knots,
And with presented nakedness outface
The winds and persecutions of the sky.
The country gives me proof and precedent
Of Bedlam beggars, who with roaring voices
Strike in their numbed and mortifièd arms,
Pins, wooden pricks, nails, sprigs of rosemary;
And with this horrible object, from low farms,
Poor pelting villages, sheep-cotes, and mills,
Sometimes with lunatic bans, sometime with prayers,
Enforce their charity. «Poor Turlygod! Poor Tom!»
That’s something yet: Edgar I nothing am.
«King Lear» – William Shakespeare, 1603-1606

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«The dark side of the moon» – Pink Floyd (The dark side of the moon, 1973)

Todos tenemos algo debajo de la mesilla de noche.

Wislawa Szymborska

Sobre la poesía no ha dicho nada casi ningún poeta;pero, en cambio, hay bastante papel emborronado por muchos que no lo son.El que la siente se apodera de una idea, la envuelve en una forma, la arroja en el estudio del saber, y pasa. Los críticos se lanzan entonces sobre esa forma, la examinan, la disecan y creen haberla entendido cuando han hecho su análisis. La disección podrá revelar el mecanismo del cuerpo humano; pero los fenómenos del alma, el secreto de la vida, ¿cómo se estudian en un cadáver? No obstante, sobre la poesía se han dado reglas, se han atestado infinidad de volúmenes, se enseña en las universidades, se discute en los círculos literarios y se explica en los ateneos. No te extrañes. Un sabio alemán ha tenido la humorada de reducir a notas y encerrar en las cinco líneas de una pauta el misterioso lenguaje de los ruiseñores. Yo, si he de decir la verdad, todavía ignoro qué es lo que voy a hacer; así es que no puedo anunciártelo anticipadamente.

Sólo te diré, para tranquilizarte, que no te inundaré en ese diluvio de términos que pudiéramos llamar facultativos, ni te citaré autores que no conozco, ni sentencias en idiomas que ninguno de los dos entendemos.Antes de ahora te lo he dicho.Yo nada sé, nada he estudiado; he leído un poco, he sentido bastante y he pensado mucho, aunque no acertaré a decir si bien o mal. Como sólo de lo que he sentido y he pensado he de hablarte, te bastará sentir y pensar para comprenderme.
Herejías históricas, filosóficas y literarias, presiento que voy a decirte muchas. No importa. Yo no pretendo enseñar a nadie, ni erigirme en autoridad, ni hacer que mi libro se me declare de texto.

Quiero hablarte un poco de literatura, siquiera no sea más que por satisfacer un capricho tuyo, quiero decirte lo que sé de una manera intuitiva, comunicarte mi opinión y tener al menos el gusto de saber que, si nos equivocamos, nos equivocamos los dos; lo cual, dicho sea de paso, para nosotros equivale a acertar.
(…)
Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les es dado el guardar como un tesoro la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que éstos son los poetas. Es más: creo que únicamente por esto lo son. Efectivamente, es más grande, es más hermoso,
figurarse el genio ebrio de sensaciones y de inspiración, trazando a grandes rasgos, temblorosa la mano con la ira, llenos aún los ojos de lágrimas o profundamente conmovidos por la piedad esas tiradas de poesía que más tarde son la admiración del mundo; pero, ¿qué quieres?, no siempre la verdad es lo más sublime.
(…)
Un escritor francés ha dicho, juzgando a un músico ya célebre, el autor de Tannhauser: Es un hombre de talento, que hace todo lo posible por disimularlo,
pero que a veces no lo puede conseguir y, a su pesar, lo demuestra.

«Cartas literarias a una mujer» – Gustavo Adolfo Bécquer (1860-1861)

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«Sittin’ on the dock of the bay» – Otis Redding( The dock of the bay,1967)

Sandía para el insomnio.

«La Reine des Fritures» –  Stephan Vanfleteren,1990 

¿Por dónde empezar?, se repetía Joséphine observando la intensidad de la luz de este mes de enero descender suavemente hasta la cocina, alumbrar con un pálido resplandor el borde de la pila y morir en el desagüe. ¿Existe un libro que ofrezca recetas para escribr? Medio kilo de amor, trescientos gramos de aventuras, seiscientos gramos de referencias históricas, un kilo de sudor…déjese concer a fuego lento, en horno caliente, saltear, remover para que no se pegue, evítense los grumos, déjese reposar, tres meses, seis meses, un año. Stendhal, por lo que se dice, escribió La cartuja de Parma en tres semanas, Simeon finiquitaba sus novelas en diez días. ¿Pero cuánto tiempo antes habían pasado engendrádolas y nutriéndolas al levantarse, al ponserse los pantalones, bebiendo un café, recogiendo el correo, mirando la luz de la mañana posarse sobre la mesa del desayuno, contando las motas de polvo en un rayo de sol? Dejar el tiempo en infusión. Encontrar su propio modo de empleo. Beber café como Balzac. Escribir de pie como Hemingway. Aislada como Colette cuando Willy la encerraba. Investigar como Zola. Tomar opio, tintorro, hachís. Chillar como Flaubert. Correr, divagar, dormir. O no dormir, como Proust. ¿Y yo? El hule de la mesa de la cocina, el cara a cara con la pila, la tetera, el tictac del reloj, las migas del desayuno y las letras a pagar. Léautaud decía «escribid como si escribieseis una carta, no releáis, no me gusta la gran literatura, sólo me gusta la conversación escrita». ¿A quién podría enviarle una carta? No tengo amante que me espere en el parque. Ya no tengo marido. Mi mejor amiga vive en el mismo descansillo.
«Les yeux jaunes des crocodiles (Los ojos amarillos de los cocodrilos) – Katherine Pancol, 2006