Mientras tema, no pensaré.


«Pasajeros en la estación de tren de Chicago» -Stanley Kubrick, 1949

En realidad, ¿cuánto transcurrió? Hoy en día no soy capaz de calcular la duración de aquellos sucesos. La única medida de que dispongo es esta: estoy segura de que no pudo pasar tanto tiempo como yo creí en aquellos momentos. La terraza y el espacio circundante, el césped y el jadín que se extendía más allá, todo lo que alcanzaba ver del parque, todo, absolutamente todo, estaba vacío, sumido en una extraña soledad. Había árboles y arbustos, pero recuerdo haber sentido la completa certeza de que no se encontraba escondido tras ninguno de ellos. O estaba allí, o no estaba; y si no lo veía es que no estaba. Me aferré a aquel razonamiento; y entonces, instintivamente, en lugar de volver por donde había venido, fui hacia la ventana. Tenía la confusa intuición de que debía colocarme en el mismo lugar en el que él se había situado, y así lo hice. Apoyé mi rostro en el cristal y miré, como había mirado él, hacia el interior. Entonces, como para darme la oportunidad de reconstruir la situación, la señora Grose entró en el comedor procedente del vestíbulo, igual que yo lo había hecho antes. Así tuve una visión repetida de lo que había ocurrido. Ella me vio, como yo había visto antes a nuestro visitante; se paró en seco, como yo había hecho; creo que en parte le transmití el sobresalto que yo misma había sentido. Se puso blanca, y eso me hizo preguntarme si yo también habría palidecido antes del mismo modo. Se quedó mirándome, en suma, y luego se retiró por el mismo sitio por donde yo lo había hecho, y supe que iba a recorrer el mismo camino que yo y que pronto la tendría ante mí. Permanecí donde estaba mientras me asaltaban toda clase de pensamientos. Pero sólo dispongo de espacio para mencionar uno de ellos. Me pregunté, asombrada, por qué también ella se había asustado.
«Otra vuelta de tuerca [The Turn of the Screw]» – Henry James, 1898
«>
«Ballada nº4 de Chopin» – Arthur Rubinstein

Estados de ánimo.

«Kate in the tub» – Nan Goldin

Las prostitutas madrugan mucho
para estar dispuestas…

Elena despertó a las dos y cinco,
abrió despacio las contraventanas
y el sol de invierno hirió sus ojos
enrojecidos. Apoyada
la frente en el cristal,
miró a la calle: niños con bufandas,
perros. Tres curas
paseaban.
En este mismo instante,
Dora comenzaba
a ponerse las medias.
Las ligas le dejaban
una marca en los muslos ateridos.
Al enceder la radio -«Aída:
marcha nupcial»-,
recordaba palabras
-«Dora, Dorita, te amo»-
a la vez que intentaba
reconstruir el rostro de aquel hombre
que se fue ayer -es decir,hoy- de madrugada,
y leía distraída una moneda:

«Veinticinco pesetas». «…por la gracia
de Dios.»
(Y por la cama)
Eran las tres y diez cuando Conchita
se estiraba
la piel de las mejillas
frente al espejo. Bostezó. Miraba
su propio rostro con indiferencia.
Localizó tres canas
en la raíz oscura de su pelo
amarillo. Abrió luego una caja
de crema rosa, cuyo contenido
extendió en torno a su nariz. Bostezaba,
y aprovechó aquel gesto
indefinible para
comprobar el estado
de una muela careada
allá en el fondo de sus fauces secas,
inofensivas, turbias, algo hepáticas.
Por otra parte,
también se preparaba
la ciudad.
El tren de las catorce treinta y nueve
alteró el ritmo de las calles. Miradas
vacilantes, ojos
confusos, planteaban
imprecisas preguntas
que las bocas no osaban 
formular.
En los cafés, entraban
y salían los hombres, movidos
por algo parecido a una esperanza.
Se decía que aún era temprano. Pero
a las cuatro, Dora comenzaba
a quitarse las medias -las ligas
dejaban una marca
en sus muslos.
Lentas, solemnes, eclesiásticas,
volaban de las torres
palomas y campanas.
Mientras
se bajaba la falda,
Conchita vio su cuerpo
-y otra sombra vaga-
moverse en el espejo
de su alcoba. En las calles y plazas
palidecía la tarde de diciembre. Elena
cerró despacio las contraventanas.
«Los sábados» – Ángel González

«>
«Meravigliosa creatura» – Gianna Nannini (Perle, 2004)

El eclipse está por el otro lado.

Ann Quin

Degollado procede de decollo,
decollo significa yo corto el cuello.
María Estuardo, reina de Escocia,
subió al patíbulo con la camisa adecuada,
una camisa décolleté
de color rojo hemorragia.

En aquel mismo instante,
en una apartada alcoba,
Isabel Tudor, reina de Inglaterra,
estaba en pie vestida de blanco junto a la ventana.
Una groguera almidonada coronaba
su vestido triunfalmente cerrado hasta el mentón.

Ambas pnesaban al unísono:
«Dios, ten piedad de mi.»
«Obro con justicia.»
«Vivir o ser un obstáculo.»
«En determinadas circunstancias la lechuza es la hija del panadero.»
«¿Cuándo acabará esto?»
«Se acabó.»
«¿Qué hago aquí si no hay nada?»

La diferencia en el atuendo -sí, lo sabemos con certeza-.
El detalle
es inalterable.
«Decapitación» – Wislawa Szymborska (¡Qué monada!, 1967)

Así que era eso.

«City Rain» – Bill Sosin

«>
«Natural Blues» – Moby (Play, 1999)

En las cabinas telefónicas
hay misteriosas inscripciones dibujadas con lápiz de labios.
Son las últimas palabras de las dulces muchachas rubias
que con el escote ensangrentado se refugian allí para morir.
Última noche bajo el pálido neón, último día bajo el sol alucinante,
calles recién regadas con magnolias, faros amarillentos de
los coches patrulla en el amanecer.
Te esperaré a la una y media, cuando salgas del cine -y a
esta hora está muerta en el Depósito aquélla cuyo
cuerpo era un ramo de orquídeas.
Herida en los tiroteos nocturnos, acorralada en las esquinas
por los reflectores, abofeteada en los night-clubs,
mi verdadero y dulce amor llora en mis brazos.
Una última claridad, la más delgada y nítida,
parece deslizarse de los locales cerrados:
esta luz que detiene a los transeúntes
y les habla suavemente de su infancia.
Músicas de otro tiempo, canción al compás de cuyas viejas
notas conocimos una noche a Ava Gardner,
muchacha envuelta en un impermeable claro que besamos
una vez en el ascensor, a oscuras entre dos pisos, y
tenía los ojos muy azules, y hablaba siempre en voz
muy baja- se llamaba Nelly.
Cierra los ojos y escucha el canto de las sirenas en la noche
plateada de anuncios luminosos.
La noche tiene cálidas avenidas azules.
Sombras abrazan sombras en piscinas y bares.
En el oscuro cielo combatían los astros
cuando murió de amor,

y era como si oliera muy despacio un perfume.
«La muerte en Beverly Hills» – Pere Gimferrer

A dos fobias de distancia.

Sharon Stone y Robert De Niro (El Casino) – Martin Scorsese,1995

«Aquí va -tan cerca de la cita textual como permitía la estupefacción- la historia que contó Schwartz acerca de cómo conoció al senor Russ Hampshire, jefe de VCA Inc., que es lo que Scotty denomina «un pez muy gordo: así de gordo, a ver si me entiendes» en la industria del cine para dultos:

– Pues estoy yo en esa fiesta, yendo por ahí y camelándome a las chicas y al otro lado de la sala veo a Russ Hampshire y Russ me mira a los ojos, a ver si me entiendes, y me dice, ya sabes: «Eh, chaval, ven aquí», así que voy con él y joder, es el puto Russ Hampshire en persona, ya me entiendes, y yo voy para donde él está y Russ se me acerca y dice: «Scotty, te he estado observando. Me gusta tu estilo. A mí se me da bien juzgar a la gente,y, Scotty, tú eres buena gente. Nunca he oído a nadie decir nada malo de ti.» [Recuerden ustedes que es Scotty el que cuenta esta historia. Fíjense en cómo cita textualmente el diálogo de Hampshire. Fíjense en el cambio de timbre y en la reprodución perfectamente oportuna. Fíjense en el hecho de que a Schwartz no se le ocurre ni por un momento que a un ciudadano americano normal le pueda aburrir o repeler el que él se explaye durante un buen rato en los elogios que le ha prodigado otra persona. Schwartz solamente sabe que esa conversación tuvo lugar y que significa que un pez gordo lo aprueba y que redunda en beneficio del crédito de Scotty el que él quiera que lo sepa todo, todo el mundo.] «Chaval, solamente quiero decirte que me caes bien, joder, y que si hay algo que yo pueda hacer, ya sabes, para ayudarte, lo que sea, solo tienes que decírmelo.»

…Fin de la viñeta, y ahora Scotty- igual que Max, igual que Jasmin, igual que Jenna y Randy y Tom y Caressa- mira a todos los presentes y examina las caras de sus oyentes en busca de la admiración que tiene que aparecer por fuerza. ¿Cuál es la reacción socialmente apropiada a una anécdota como esta: una anécdota sin contexto, a cuento de nada, con su propósito arrogantemente carente de sutileza (y sin embargo, algo conmovedor, en última instancia, por su desnuda inseguridad) de hacer que uno admire al que cuenta? Los segundos que siguieron a la misma, con la viñeta suspedida en el aire y la mirada de Scotty palpando las caras de estos enviados especiales como si fueran dedos, fueron los primeros de una infinidad de momentos parecidos a lo largo del fin de semana de los Premios de AVN. ¿Cómo se supone que hay que reaccionar? Fue muy incómodo. Uno de estos enviados especiales optó por un «Uau.Caray». El otro fingió que se le había atragantado una col de Bruselas.»
«Hablemos de langostas» – David Foster Wallace, 2007

«>
«Letterbomb» – Green Day (American Idiot,2004)

Malas costumbres desde el balcón.

Emil Michel Cioran

No puede saberse lo que un hombre debe perder por tener el valor de pisotear todas las convenciones, no puede saberse lo que Diógenes ha perdido por llegar a ser el hombre que se lo permite todo, que ha traducido en actos sus pensamientos más íntimos con una insolencia sobrenatural como lo haría un dios del conocimiento, a la vez libidinoso y puro. Nadie fue más franco; caso límite de sinceridad y lucidez al mismo tiempo que ejemplo de lo que podríamos llegar a ser si la educación y la hipocresía no refrenasen nuestros deseos y nuestros gestos.

«Un día un hombre le hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: «Sobre todo no escupas en el suelo». Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lanzó el lapo a la cara, gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para poder hacerlo.» (Diógenes Laercio). ¿Quién, después de haber sido recibido por un rico, no ha lamentado no disponer de océanos de saliva para verterlos sobre todos los propietarios de la tierra? Y, ¿quién no ha vuelto a tragarse su pequeño escupitinajo por miedo a lanzarlo a la cara de un ladrón respetado y barrigón?

Somos todos ridículamente prudentes y tímidos: el cinismo no se aprende en la escuela. El orgullo, tampoco.
Emil Michel Cioran

Coincidencias, y no.

«Tal como éramos (Barbara Streisand y Robert Redford)» – Sydney Pollack, 1973

Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso:

no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso:

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño:

creer que el cielo en un infierno cabe;
dar la vida y el alma a un desengaño,
¡esto es amor! quien lo probó lo sabe.
Félix Lope de Vega
«>
«Moon River» – Audrey Hepburn

De noche y de puntillas.

» Le Manege de Monsieur Barre» – Robert Doisneau 1955

Están cogidos de la mano,
en silencio,
bajo los soportales.

El niño mira su columpio,
muy triste,
bajo la lluvia,
y no lo entiende.

El padre mira al niño:
es la vida, hijo
-quisiera poder decirle-,
y no ha hecho más que empezar.

«Tormenta de verano» – Karmelo C. Iribarren (La ciudad,2008)

«>
«Toes» – Norah Jones (Feels like home, 2004)

Cae

Whose woods these are I think I know.
His house is in the village, though;
He will not see me stopping here
To watch his woods fill up whith snow.

My little horse must think it queer
To stop without a farmhouse near
Between the woods and frozen lake
The darkest evening of the year.

He gives his harness bells a shake
To ask if there is some mistake.
The only other sound’s the sweep
Of easy wind and downy flake.

The woods are lovely, dark, and deep,
But I have promises to keep,
And miles to go before I sleep,
And miles to go before I sleep.
«Stopping by Woods on a Snowy Evening» – Robert Frost

«>
«Nuvole bianche» – Ludovico Einaudi (Una mattina, 2004)

Mientras no estoy.

«Al principio, allí incomunicado, me sentía muy solo y las horas se hacían eternas. El tiempo estaba marcado por el cambio de guardia y por el paso del día a la noche. El día no era más que un poco de luz, pero era mejor que la total oscuridad nocturna. Allí incomunicado, el día era un residuo, una miserable filtración del resplandeciente mundo exterior.
Nunca había suficiente luz para leer. Y además, no había nada que leer. Uno sólo podía permanecer tumbado y pensar. Yo era un condenado a cadena perpetua, y parecía seguro que, de no ocurrir un milagro, por ejemplo que lograra inventar de la nada diecisiete kilos de dinamita, pasaría el resto de mi vida sumido en aquel oscuro silencio.
Mi cama era una delgada superficie de paja podrida extendida sobre el suelo de la celda. Me cubría con una manta raída y asquerosa. No había silla, ni mesa, sólo la paja y la delgada manta. Yo siempre había sido un hombre muy poco dormilón y de mente continuamente activa. Allí incomunicado, uno acaba harto de sus propio pensamientos y la única vía de escape es el sueño. Durante muchos años había dormido una media de cinco horas diarias. Allí eduqué mi sueño. Hice de él una ciencia. Conseguí ser capaz de dormir diez horas, después doce y, finalmente, casi trece y quince horas de las veinticuatro diarias. Pero de ahí no logré pasar, y estaba forzado a permanecer despierto y a pensar. Y esto, en un hombre de mente continuamente activa, produce locura.
Inventé pasatiempos para soportar mecánicamente las horas de vigilia. Elevé al cuadrado y al cubo largas series de números y, ejercitando la concentración y la voluntad, llevé a cabo progresiones geométricas asombrosas. Incluso dediqué algún tiempo a la cuadratura del círculo…hasta que me encontré a mí mismo empezando a creer que podría lograrlo. Cuando me di cuenta de que también aquello me conducía a la locura, renuncié para siempre a la cuadratura del círculo, aunque le aseguro que supuso un enorme sacrificio por mi parte, pues era un pasatiempo espléndido.
Con los ojos cerrados, imaginaba tableros de ajedrez y jugaba largas partidas de uno y otro lado hasta el jaque mate. Pero cuando me había convertido en un experto en este juego de memoria visual, el ejercicio terminó aburriéndome. Y de un simple ejercicio se trataba, pues no podía haber competición real cuando era un solo hombre quie jugaba en ambos bandos. En vano intenté desdoblar mi personalidad y enfrentar la una a la otra, pero seguía siendo un solo jugador y no había manera de desplegar ninguna estrategia sin que el otro bando se diera cuenta al instante.

Brassaï

El tiempo era pesado e interminable. Jugaba con las moscas, con moscas de la prisión que entraban en mi celda como entraba la débil luz grisácea, y al poco me di cuenta de que tenían cierta habilidad para los juegos. Por ejemplo, tumbado sobre el suelo de la celda, establecía una línea arbitraria e imaginaria a lo largo del muro, a unos tres pies de altura. Si al posarse las moscas en el muro lo hacían por encima de la línea, las dejaba en paz. Pero en el momento en que traspasaban la línea, intentaba atraparlas. Ponía mucho cuidado en no lastimarlas, y con el tiempo aprendieron por dónde corría la línea imaginaria. Si querían jugar se dejaban caer por debajo de la línea, y a menudo una de ellas se enfrascaba en el juego durante horas. Cuando se cansaban, se pasaban a la zona segura a descansar.
De las doce o más moscas que vivían conmigo, sólo había una que nunca se interesó en el juego. Se negaba a tomar parte en él, y una vez que aprendió dónde estaba la línea, evitaba cuidadosamente alejarse de la zona segura. Aquella mosca era una criatura hosca y malhumorada. Como dicen los presos, “tenía algo contra el resto del mundo”. Tampoco jugaba con las demás moscas. Además, era una mosca fuerte y saludable; lo sé porque la estuve estudiando con detenimiento. Su rechazo hacia el juego era temperamental, no físico.
Créame, conocía a todas mis moscas. Me sorprendía la cantidad de diferencias que observaba entre ellas. Sí, cada una era un individuo diferente, tanto por su tamaño y rasgos, su fuerza, la velocidad de su vuelo, su actitud en la lucha y el juego, su astucia y rapidez, como por los giros o los regates súbitos, el modo en que atravesaban la línea de peligro y volvían rápidamente a la zona segura, la forma de esquivarme y desaparecer para aparecer de nuevo repentinamente… Y encontraba otras tantas diferencias en cada recoveco de su temperamento y su forma de ser. Conocía a las nerviosas y a las flemáticas. Había una, más pequeña que las demás, que solía enfurecerse muchísimo, a veces conmigo y otras veces con sus compañeras. ¿Ha visto alguna vez a un potro o a un becerro cocear y salir corriendo por los pastos, movido simplemente por un exceso de vitalidad y alegría? Pues bien, había una mosca, la más entusiasta jugadora de todas ellas, que cuando atravesaba tres o cuatro veces la línea de peligro y lograba eludir la cuidadosa acometida de mi mano, se emocionaba y se alegraba tanto que se lanzaba alrededor de mi cabeza sin parar, a una velocidad vertiginosa, girando y cambiando de sentido, permaneciendo siempre dentro de los estrechos límites del círculo con el que celebraba su triunfo.
Y, por supuesto, podía adivinar con cierta antelación cuándo una de aquellas moscas estaba decidiéndose a empezar a jugar. Aprendí a distinguir cientos de detalles con los que no le aburriré ahora, aunque entonces, durante aquellos primeros días en la celda de castigo, sirvieran para evitar que cayera en el más absoluto aburrimiento. Pero permítame contarle un episodio. Uno de los momentos más memorables fue cuando la mosca huraña, la que nunca jugaba, apareció, seguramente por descuido, dentro de la zona prohibida, y al instante la atrapé con la mano. Estuvo enfadada durante una hora.»
«El vagabundo de las estrellas» – Jack London, 1915