Principios sin desmaquillar.

EL ÚLTIMO BEETHOVEN

No he encontrado a nadie que ame la virtud
 con la misma intensidad que la belleza corporal. 
Confucio

Nadie sabe quién era, la Amada
Inmortal. Aparte de eso, todo está
claro. Ligeras notas descansan

apaciblemente sobre los hilos del pentagrama
como golondrinas que acaban
de llegar del Atlántico. ¿Qué debería ser yo
para poder hablar de él, que todavía está
creciendo? Ahora caminamos solos
sin fantasmas ni banderas. Viva el

caos, dicen nuestras bocas solitarias.
Sabemos que vestía descuidadamente,
que era dado a los ataques de avaricia, que no era

siempre justo con sus amigos.
Los amigos llegan cien años
tarde con sus sonrisas impecables. ¿Quién
era la Amada Inmortal? Ciertamente,
amaba más la virtud que la belleza.
Pero un dios de la belleza habitaba
en él y obligaba su obediencia.
Improvisaba durante horas. Anotaba unos pocos

minutos de cada improvisación.

Estos minutos no pertenecen ni al siglo diecinueve
ni al veinte; como si ácido hidroclórico
quemara una ventana de terciopelo, abriendo
así un pasadizo hacia un terciopelo

aún más suave, delicado como
una telaraña. Ahora ponen su nombre
a barcos y perfumes. No saben quién
era la Amada Inmortal, de lo contrario
nuevas ciudades y bloques de viviendas llevarían su nombre.

Pero es inútil. Sólo el terciopelo
que crece bajo el terciopelo, como una hoja escondida
bajo otra sin peligro. Luz en la oscuridad.
Adagios interminables. Así de cansada respira
la libertad. Los biógrafos sólo argumentan
los detalles. Por qué atormentaba tanto
a su sobrino Karl. Por qué
caminaba tan rápido. Por qué no fue
a Londres. Aparte de eso, todo está claro.
No sabemos lo que es la música. Quién habla
en ella. A quién está dirigida. Por qué es
tan obstinadamente silenciosa. Por qué da vueltas y regresa

en vez de dar una respuesta clara
como exige el evangelio. Las profecías
no se cumplieron. Los chinos no llegaron
al Rin. Una vez más, resultó
que el mundo real no existe, para el inmenso
alivio de los anticuarios. El secreto estaba escondido
en otro lugar, no en las mochilas
   de los soldados, sino en algunos cuadernos.
   Grillparzer, él, Chopin. Los generales están
   modelados en plomo y oropel para
   dar a la llama del infierno un momento de respiro
   después de kilovatios de paja. Adagios interminables.
   Pero ante todo alegría, alegría
   salvaje de forma, la hermana reidora de la muerte.


Adam Zagajewski (De Temblor, 1985) 

«La pena o la nada» – Nacho Vegas ( El tiempo de las cerezas)

La cara práctica.

Tierna cortesía de B. G. F.
Siempre ajetreadas con lo que llamaban
la cara práctica de la vida
(Platón ya se ocupó de la teoría),
hasta los codos en los muebles, las sábanas,
en los jardines de la cocina y la despensa,
sin olvidarse de la bolsita de lavanda
que volvía el armario de las sábanas en un prado.
La cara práctica de la vida,
igual que la cara de la luna sin alumbrar,
no estaba exenta de secretos.
Cuando se acercaban las Navidades
la vida se convertía en pura praxis
instalándose por un tiempo en los pasillos,
refugiándose en las maletas, en los bolsos.
Y cuando alguien moría (por desgracia
también ocurría en nuestra familia)
mis tías se entregaban por completo
a la cara práctica de la muerte
olvidándose entonces de cambiar la lavanda
que olía con frenesí, despreocupada,
bajo la pesada nieve de las sábanas.
«Mis tías» – Adam Zagajewski (Deseo, 1997)

Frialdad calculada.


Coco Chanel (1883-1971)

«¿Valió la pena?»

¿Valió la pena?
¿Valió la pena esperar en los consulados
un momento de buen humor de la funcionaria,
y en la estación esperar el tren retrasado,
ver el Etna con su capucha japonesa,
y París al alba, cuando de la oscuridad emergían
las convencionales cariátides de Hausmann,
entrar en restaurantes baratos,
donde el ajo olía triunfal?
¿Valió la pena ir en metro
bajo tierra de no sé ya qué ciudad
y observar las sombras de mis antepasados,
volar con un pequeño avión sobre un incendio,
o apenas respirar durante tres meses,
casi no existir, haciendo trémulas preguntas
olvidando la incomprensible acción de la clemencia,
leer en los periódicos sobre la traición, el asesinado?
¿Valió la pena pensar y recordar, sumirse
en el sueño más profundo, donde se prolongaban
grises pasillos, comprar negros libros,
anotar tan sólo imágenes sueltas
de un caleidoscopio más rico que la catedral
de Sevilla, que no he visto?
¿Valió la pena partir y volver, valió la pena?
Sí no sí no
No tachar nada.

«¿Valió la pena?» – Adam Zagajewski

«What’d I Say» – Ray Charles (What’d I Say, 1959)