¿Recuerdas aquella noche de enero en que todo cambió? Recuerdo los nervios, la incertidumbre, el pesimismo. La total seguridad en que pasase lo que pasase ya nada iba a ser lo mismo. Prepararse durante semanas para confiar en alguien y aún así llegado el momento saber que toda la preparación fue inútil.
Recuerdo estar en una cama pequeña y fría, tapada hasta las orejas y sentir que no había fuente de calor suficiente para calentarme. Recuerdo ser una mujer fuerte e independiente y dejar mi corazón en manos de alguien. Recuerdo la esperanza, pequeña como una luciérnaga tonta que sube por tu hombro y a la que quieres aplastar para que no te permita estar viva en vano.
También recuerdo la explosión, el repentino calor del alivio, el miedo de haber acertado. Sentir que no sabes si eres feliz o tienes miedo. Coger una mano y luego abarcar un cuerpo entero de alguien a quien por fin conoces y a quien no sabes qué decir. No querer ser feliz, no querer gritar que que eres ridiculamente feliz porque aún no es momento de celebrarlo.
Recuerdo la calma. El día en el que por fin no existía ningún ruido exterior y podía cerrar los ojos sin reparar en el mundo y respirar. Aún respiro. Ahora soy capaz de estar respirando.




